EL ORIGEN DE LA FUERZA INTERIOR BIKER
No sé si alguna vez, querido biker, te habrás parado a pensar qué fuerza sobrenatural es la que te induce a montarte sobre un artilugio con ruedas gordas, padeciendo súbidamente desniveles positivos imposibles y calor asfixiante. Eso me pregunto yo ahora, después de tantos años de bici, tras tantas vueltas de pedalier en monturas poco menos que incómodas. Y la verdad es que no acierto a atisbarla. No la conozco. No me la he encontrado al ascender visceralmente la Xau, ni en mitad de los muros que atesora el inexpugnable Barranc de Caseta. Tampoco he resuelto enterla entre mis compañeros de rotada. Veo sus caras desencajadas, en mediodías de veranos mediterráneos, y no logro enterlo del todo. ¿Qué demonios de fuerza interior nos mueve a los bikers?
Todos hemos sentido ese alter ego que tenemos escondido en cada uno de nuestros cuerpos, que nos incita de un modo casi lascivo, a mover el conjunto de músculos que conforman nuestro organismo, a levantar el pie izquierdo primero para seguir con el derecho. Una y otra vez, de un modo incesante. Un impulso que nos convierte en una especie de mártires del ritmo, en una suerte de comunidad de penitentes de la cadencia de pedaleo.
¿A cuántas preguntas no habremos podido responder, de personas que se interesan sobre el porqué de tanto sufrimiento encima de una burra metálica? No. Ciertamente no es normal afrontar cada día de ciclismo de montaña con una eterna sonrisa, sabiendo que el camino no siempre es ancho y sí pedregoso, austero y muchas veces desagradable.
Al pensar en la desgarradora sensación que uno obtiene cuando las pupilas de sus ojos se clavan como estacas en una innombrable cuesta en mitad de la montaña, tras horas de lucha contra ella, tras cientos, qué digo cientos, miles de esferas imaginarias trazadas sobre dos simples pedales; uno obtiene el recuerdo de la cara del biker que dibuja una mueca compulsiva y cómplice, así como una extraña sensación serena en los cuatro puntos cardinales de su gesto.
La mirada resultante es desafiante. Como si la madre naturaleza o la persona que trazó el camino en tiempos inmemoriales, nos hubieran puesto a prueba, y nosotros, orgullosos como somos, nos lanzamos a un nuevo reto cada vez que doblamos una curva ante lo desconocido.
Sí ya lo sé. Hace unos cuantos años algún profesor perdió el tiempo conmigo, explicándome que la fuerza era mi masa multiplicada por la aceleración. Pero no me dijo de dónde me salía, ni tampoco dónde carajo se escondía cuando relajado, observo la gráfica de la última rotada.
No estoy diciendo que el biker sea un ser todopoderoso y hercúleo. Aunque sí es verdad que el biker en apariencia, guarda mejor composición de formas que el ciclista de flacas, pero ni mucho menos es un Sansón de henchidos bíceps.
Llegados a esta conclusión, podemos afirmar que la fuerza interior que ha caracterizado al ciclista de montaña desde que aquellos primeros hippies se lanzaron cuesta abajo en las Reppack, allá por los setenta del siglo pasado, es algo intangible.
Ciertamente, se encuentra alimentada por el bocadillo de salchichón engullido con aplomo en la fresca sombra de un esbelto pino, o sobre una roca al sol del invierno. También de poderosas fórmulas vitamínicas, químicamente testadas y que previenen del pajarón del siglo, en medio de un espacio serrano.
Incluso el intenso olor a tomillo y romero húmedo, pueden derivar en sensaciones cósmicas a mitad de un ascenso. Puedes impulsarte si quieres mediante inmundas explosiones carnales. Soltar lastre emitiendo alaridos roteros. Pero nunca llegarán a componer el cien por cien del motivo que te permite alcanzar la cima. Ni tan siquiera las colosales vistas que te ofrece la cumbre, experimentando nuevas visiones de conjuntos montañosos que desde esa altura alcanzan otra perspectiva y te enseñan nuevos caminos para ser descubiertos. Me atrevería a decir que tampoco la anécdota graciosa y el comentario desternillante de tu colega. Tampoco el intachable comportamiento de tu fiel compañera de ruta. Inmune a años de maltrato físico a través de miles de kilómetros montañeros.
Entonces, ¿qué es?, ¿qué nos mueve a reunirnos de nuevo en matutinas series de sábado?: ¿un compendio de todos estos factores?, ¿el masoquismo en grado extremo?
No lo sé, amigos. Lo único cierto es que mis gemelos me piden que dibuje más círculos imaginarios, y mi alter ego que no busque el porqué y el sentido de la fuerza que me acompaña en la ruta, sino que observe lentamente el devenir del camino y repare en el sudor desbordante que invade mi cuerpo, con el firme propósito de seguir alimentando mi fuerza interior. La misma que me empuja hacia arriba. La misma que me acompaña en la lucha. Tal vez ahí, resida nuestra grandeza.
¿A cuántas preguntas no habremos podido responder, de personas que se interesan sobre el porqué de tanto sufrimiento encima de una burra metálica? No. Ciertamente no es normal afrontar cada día de ciclismo de montaña con una eterna sonrisa, sabiendo que el camino no siempre es ancho y sí pedregoso, austero y muchas veces desagradable.
Al pensar en la desgarradora sensación que uno obtiene cuando las pupilas de sus ojos se clavan como estacas en una innombrable cuesta en mitad de la montaña, tras horas de lucha contra ella, tras cientos, qué digo cientos, miles de esferas imaginarias trazadas sobre dos simples pedales; uno obtiene el recuerdo de la cara del biker que dibuja una mueca compulsiva y cómplice, así como una extraña sensación serena en los cuatro puntos cardinales de su gesto.
La mirada resultante es desafiante. Como si la madre naturaleza o la persona que trazó el camino en tiempos inmemoriales, nos hubieran puesto a prueba, y nosotros, orgullosos como somos, nos lanzamos a un nuevo reto cada vez que doblamos una curva ante lo desconocido.
Sí ya lo sé. Hace unos cuantos años algún profesor perdió el tiempo conmigo, explicándome que la fuerza era mi masa multiplicada por la aceleración. Pero no me dijo de dónde me salía, ni tampoco dónde carajo se escondía cuando relajado, observo la gráfica de la última rotada.
No estoy diciendo que el biker sea un ser todopoderoso y hercúleo. Aunque sí es verdad que el biker en apariencia, guarda mejor composición de formas que el ciclista de flacas, pero ni mucho menos es un Sansón de henchidos bíceps.
Llegados a esta conclusión, podemos afirmar que la fuerza interior que ha caracterizado al ciclista de montaña desde que aquellos primeros hippies se lanzaron cuesta abajo en las Reppack, allá por los setenta del siglo pasado, es algo intangible.
Ciertamente, se encuentra alimentada por el bocadillo de salchichón engullido con aplomo en la fresca sombra de un esbelto pino, o sobre una roca al sol del invierno. También de poderosas fórmulas vitamínicas, químicamente testadas y que previenen del pajarón del siglo, en medio de un espacio serrano.
Incluso el intenso olor a tomillo y romero húmedo, pueden derivar en sensaciones cósmicas a mitad de un ascenso. Puedes impulsarte si quieres mediante inmundas explosiones carnales. Soltar lastre emitiendo alaridos roteros. Pero nunca llegarán a componer el cien por cien del motivo que te permite alcanzar la cima. Ni tan siquiera las colosales vistas que te ofrece la cumbre, experimentando nuevas visiones de conjuntos montañosos que desde esa altura alcanzan otra perspectiva y te enseñan nuevos caminos para ser descubiertos. Me atrevería a decir que tampoco la anécdota graciosa y el comentario desternillante de tu colega. Tampoco el intachable comportamiento de tu fiel compañera de ruta. Inmune a años de maltrato físico a través de miles de kilómetros montañeros.
Entonces, ¿qué es?, ¿qué nos mueve a reunirnos de nuevo en matutinas series de sábado?: ¿un compendio de todos estos factores?, ¿el masoquismo en grado extremo?
No lo sé, amigos. Lo único cierto es que mis gemelos me piden que dibuje más círculos imaginarios, y mi alter ego que no busque el porqué y el sentido de la fuerza que me acompaña en la ruta, sino que observe lentamente el devenir del camino y repare en el sudor desbordante que invade mi cuerpo, con el firme propósito de seguir alimentando mi fuerza interior. La misma que me empuja hacia arriba. La misma que me acompaña en la lucha. Tal vez ahí, resida nuestra grandeza.
Joder, macho... SUBLIME. Obra maestra del literato rotero. Estás hecho todo un Cervantes del Rot. Fijo que Don Quijote en nuestro tiempo iría en burra (aunque en La Mancha, poco hay que subir, pero bueno...)
ResponderEliminarQuerido amigo, no tengo más que decirte que cada letra que escribes me da el aliento necesario para dar una pedalada más cuando me faltan las furzas.
ResponderEliminarRiba, Riba!!!
"...cuando me faltan las furzias"???
ResponderEliminarAh, no, cuando me faltan las fuerzas, yayayaaaa...
Te había entendido mal, Berenguelo. Toy un poco siego.