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domingo, 13 de enero de 2013

CON LOS OJOS DEL COLOR DEL LOCH MUIR.

Tenía los ojos tristes y sin embargo la sonrisa eterna. Su mirada de ojos entornados, se confundía con su sórdida carcajada, creando un aspecto que se te quedaba grabado a fuego desde el primer momento en que coincidías con él en su vida. De pequeño, combinó largas caminatas por las espesuras todavía vírgenes de los Cairngorns y los Grampians, con temporadas al abrigo de las graníticas fachadas de Aberdeen.

Pronto tuvo el primer contacto con una bici de montaña. Una vetusta MBK, quién sabe si la misma que vi en aquellas últimas páginas de un Ciclismo a Fondo cualquiera, sentado, leyendo de prestado, helándome el culo en aquellos fríos bancos de piedra de la Glorieta, cuando aún era la Glorieta.

Aquel niño de Cortachy, se volvió joven escocés con el nuevo milenio. Aunque lo de escocés fuese una simple denominación de origen, dado el carácter nómada, dinámico y activo, de un ser libre de espíritu, apátrida, y simplemente dueño de sí mismo.

El día que lo conocí, bajo aquel puente del ferrocarril al que habíamos llegado dando pedales cualquier tarde de verano, y mientras inhalamos mis dos amigos y yo el primer humo de Ketama, sus ojos azules, densos como las aguas del Loch Muir, tan distintas del azul de la Balsa los Churros, me leyeron toda una vida llena de intensidad brutal. Ya entonces, su bici le seguía allá donde iba, en un larguísimo viaje sin rumbo alrededor de su patio de juegos, que a la vez era su casa: el mundo.

Así de simple. Así de fácil. Así de apabullante.

Los primeros senderos por la ladera del Cac Carn Beag, donde llegó a subir a pelo hasta los 1155 mts del Lochnagar, para luego dejarse caer a plomo hasta el azul del Muir, le marcaron para siempre. Siempre supo que su mente y su modo de entender el rollo, avanzaba mucho más rápidamente que la industria del mtb.

Rompió su barrera mental al hacer por primera vez las maletas y embarcarse con destino al Las Vegas del alpinismo. En Chamonix descubrió la voracidad de la montaña. Su crudeza. Su desafiante mirada se fijó en las alturas de los Alpes, y sus viejas zapatillas de tenis y una gélida aventura, le provocaron la pérdida de 2 dedos del pie derecho. Nada que no curase una buena botella de malta, en cualquier caso.

Allí nació la leyenda, todavía por escribir, de un trotamundos de cabellos largos, casco torcido y bici errática con más mili encima, que 50 años de quintos en Rabassa.

Cuando se cansó el tórrido ambiente de la capital del alpinismo europeo, se fue hacia destinos más profundos. Alucinó en los cañones de Taghia, remontó hacia las raíces del Annapurna cerca de Machapuchare, y vibró con la visión indeleble de las Torres del Paine, al levantarse del vivac, y con él, las nubes que las cubrían el día anterior.

Una tarde del verano pasado, entre las callejuelas de atrás de la Rambla de Alacant, me llamaron por mi nombre vernáculo, en un perfecto acento del terruño. Mi sorpresa al descubrir el rostro de quien me llamaba, fue mayúscula. La misma sonrisa de siempre, la misma cabellera rubia atada por una goma, los mismo ojos tristes de hace 20 años.

A la sombra de la tarde y al refresco de un par de cervezas no dejó de hablar. Me contó como quien cuenta un chiste, por dónde había estado montando últimamente con su acero actual, un perfecto y rígido cuadro Chromag, color azul como el lago Muir, estupendo y a prueba de bombas. "No me deja tirado en mitad de la nada!!", me confesó.

Durante todo ese tiempo había estado trabajando para varias firmas comerciales del mundillo, desde que firmase el primer contrato de su vida con una conocida marca de zapatillas. "Imagínate! cobrando una nómina esté en Nepal o en Madagascar!".

Me confesó que estaba aquí por amor, pero que su estancia era fugaz, como las lágrimas nocturnas de San Lorenzo, por lo que muy pronto pondría nuevo rumbo a su manillar, a su vida, sin saber aún dónde iniciaría un nuevo proyecto.

Quedé con él a la tarde siguiente para enseñarle un sendero. "Mediterráneo como pocos", le dije. Aunque le insistí en recogerle allá donde estuviese alojado, declinó mi oferta, por lo que quedamos en la estación del trenet del pueblo de Campello, fiel a su costumbre de moverse en tren o autobús, cuando no se movía en bici.

Lo esperé durante más de tres horas, pero no apareció.

¿Cómo tenerle en cuenta el plantón a alguien que a estas horas, podría estar surcando una sórdida trialera a través del mismísimo Yanar Dag?, o mejor ¿bajando hacia el Loch Muir?

6 comentarios:

  1. Me he quedado un tanto anonadado con esta divaganda, pues no sé si es verídica, si es fruto de la endorfinancia de ayer o simplemente el resultado de uno de tus ratos de navegamenta internetil mezclada con Burn + ibuprofeno.

    Sea como fuere, y como viene siendo habitual, me ha gustado y se agradece un rato de buena lectura. Gracias, secre.

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  2. Qué más da? las verdades a veces parecen mentira, y las mentiras verdades.

    :P

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  3. Ante el no saber que decir, y sí saber que me hubiera gustado compartir esas cervezas y escuchar esas aventuras, ... me han gustado mucho estas líneas, sean verídicas o no ...

    Se agradece su lectura.

    GRANDE SECRE!!!

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  4. "El día que lo conocí, bajo aquel puente del ferrocarril al que habíamos llegado dando pedales cualquier tarde de verano, y mientras inhalamos mis dos amigos y yo el primer humo de Ketama"


    realidad o ficcion? en este parrafo se puede encontrar la solucion, pero que mas da, bonito, bonito

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