
Le comentaba una amiga a un alpinista que andaba ultimando detalles para ascender al Everest, el por qué de correr un riesgo que ella entendía innecesario. Y arqueando las cejas el alpinista no acertaba a contestar...
Hace escasamente dos años y medio que nuestro grupo emprendió la vuelta a las sendas a lomos de ruedas de tacos gordos, tras seis años de parón casi total. Fue entonces cuando dejamos de pedalear, para andar en bici. Con todo lo que la frase comprende, con todo lo que ello conlleva. No recuerdo siquiera cuándo sucedió el cambio, quizá llegó de repente, quizá nuestras vidas emprendieron un nuevo carácter a los manillares. Tampoco recuerdo en qué trialera, en qué escalón, aprendí a tomarme ese segundo de calma, que deja la mente en blanco y tranquiliza el cuerpo para atacar un obstáculo que hasta ese momento se tornaba infranqueable. Pero sé que desde entonces, me ha cambiado la forma de darle a los pedales.
Comprendo ahora, viendo cómo nos jugamos el pellejo cada sábado, que la diversión se ha complementado con el peligro, conjugando un verbo arriesgado y difícil de pronunciar para aquellos que no ven el camino de la misma manera. Del todo respetable, desde luego, pero que deja al margen uno de los mayores tesoros que esconde nuestro deporte: el reto.
Últimamente en muchos momentos en los que me encuentro pensando sólo, me sorprendo a mi mismo al ver que el pulso se acelera cuando tengo la mente puesta en ese escalón, o en ese paso rocoso que a día de hoy, se me atraganta todavía como una espina. Parecería una obsesión sin sentido casi preocuparse por algo tan banal, si no fuese porque así, la vida parece más agradable que solamente teniendo retos con forma de hipotecas o asperezas laborales que nos ahogan de manera diaria.
En ese momento de ensimismamiento, parece que tan solo importe superar ese obstáculo creado por la naturaleza. Como si venciéndolo, te dieses cuenta a ti mismo que eres capaz de afrontar otros más cotidianos que seguro tienen mayor trascendencia.
A veces crees cuando te dirijes a él que ha llegado el momento de afrontarlo, y al borde mismo de la gloria o el descalabro, tu mente no te obsequia con ese segundo de calma necesaria y retrocedes. Como cuando el alpinista a 8500 metros, comprende que puede perder más que ganar, y vuelve sobre sus pasos.
Y te despiertas una nueva mañana de sábado. Y mientras te vistes de gala y cierras los velcros de tus zapatillas aparece de nuevo en tu mente. Se antoja como el mejor de los retos, como el mayor de los desafíos. Y vuelves allí, porque el destino te tenía guardado ese momento.
Y dejándote casi llevar lo vences, traspasando el umbral entre el equilibrio y el desnivel pedregoso, supurando todos tus problemas reales, creando en tu mente una sensación maravillosa que solo aquel que no pedalea, sino que va en bici, ha sentido alguna vez...