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lunes, 23 de febrero de 2015

48 MESES


Por aquellos días la manera más rápida y efectiva de comunicarse sin llamarse, era vía SMS. Así quedamos, "17,30 donde siempre". Nos vimos, nos dimos un buen abrazo de oso, y pedimos sendos bombones en esos días en los que junio va regalando tardes muy largas, y el tiempo es perfecto para gozarlo en el monte. Hacía cuatro años que se había marchado a vivir fuera. Cuatro años sin dar pedales juntos.

El final de las clases alegraba de una manera etérea el ambiente en el parque, aquí y allá reían, luchaban y se tiraban por el tobogán, toda una miríada de chiquillos y chiquillas que andaban liados disputándose el trono a ver quién era más feliz. Sin ser conscientes de ello, claro.

Debajo de la sombra de la terraza, con sabor a café en la garganta y una risa sobre ésto y lo otro, volvimos a encontrarnos mi colega y yo. Vestidos de bici, encima. Es bonito sentir con alguien al que no ves en mucho tiempo, el relax del silencio entre conversación y conversación, sin prisa alguna por llenar esos vacíos, y con la confianza suficiente para hacerlo. Tan a gusto estábamos, que casi nos daba pereza subirnos a los sillines, pero al final alguno de los dos pagó la cuenta y enfilamos sin un rumbo fijo.

Ya casi nos habíamos puesto al día y mostrado las mismas preocupaciones de siempre, mantenidas en nuestro desvelo perpetuo por las cosas cotidianas sin importancia para cualquier otra persona que no fuéramos nosotros, así que podíamos dejar el rollo para cuando terminase la cuesta. Justo cuando el caminal  se rompe por el reguero, en lo más empinado... ahí paramos los dos.

"Jodó, esto no hay quien se lo suba", me soltó riendo y chorreando a partes iguales. "Pues ya te digo yo que esta subida ya se la han fumao". "No puede ser". "Sin poder...". Empujamos un rato y volvimos a montar. Que no se diga. Quien tuvo retuvo. Y cuantas frases hechas más se le ocurran a uno para animar su subconsciente, hicieron falta para meterle riñón al tema y no caer en la tentación fácil de poner pie a tierra.

Alcanzamos el paso donde el camino hacia la cumbre desgaja la montaña, dejando al descubierto un soberbio plegamiento de libro. Y al pasar a la otra vertiente, el cálido sol de la tarde dio paso al fresco levante enviado desde el mar, que aunque a una veintena de kilómetros de allí, se deja sentir.

Las ganas de volver a estar en casa se las vi en ese mismo instante. La mirada perdida, observando aquí y allá, sin rumbo en las pupilas pero con un feroz intento por chequear las novedades del paisaje por montera. "¿Vamos?", le dije cortándole el rollo, y continuamos subiendo la parte final, que se empina lo justo para seguir padeciendo un poco, pero sin llegar a suponer un extenuante infierno.

En el collado inmediato a la cima, allí donde dos señales de madera indican una bifurcación de senderos, y se forma un perfecto mirador, fue el lugar indicado para seguir con las cosas trascendentales de la vida, mientras ambos nos enchufamos las protes. Comentar y proteger, dos verbos que a priori parecen inconexos, pero que simbolizan un mismo fin.

"Lo vas a flipar chaval", "ya será menos" y aún no había terminado de contestarme y ya me iba yo para abajo, arrancando a golpe de riñón las ganas de soltar el nervio, a base eso sí, de templar el freno, dándole lo justo al delantero y al trasero, bailando la trazada, intentando recordar si la roca se cogía por la derecha o la izquierda, sorteando la rama y jijijajeando a cada paso que de pura chorra, nos sacamos de la manga aquella tarde.

Al zanjar el asunto con un formidable escalonaco y gritar toda la adrenalina del momentazo, chocamos las palmas de las manos, que sonaron sordas por los guantes, nos medio sentamos en el tubo superior del cuadro, y me dijo... "¿de verdad han pasado cuatro años desde que me fui?".

4 comentarios:

  1. y quién es el forastero si puede saberse?

    bravo!

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  2. Nadie... Todos... :-)

    Gracias jf.

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  3. Divaganda guapanga de esas que uno siempre tiene ganas de leer.

    Se agradece, cosí!

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