EL DIBUJO DE LA AMPLIA SONRISA BAJO EL CASCO
Imagen de Manuel Maqueda. Dirt Mag.
Mientras embarcaba las maletas en el pequeño aeropuerto de Durban, cerraba las puertas de una nueva prueba, y sin saberlo, a todo un ciclo deportivo dedicado al mountain bike más profesional y más competitivo.
Acababa de sufrir lo indecible para superar los casi 700 kms de ruta con más de 15.000 mts de acumulado positivo, pero había conseguido finalmente, alcanzar un meritorio tercer puesto. Sin embargo y sin saberlo, algo había cambiado interiormente en él, mientras tragaba polvo por la inmensidad sudafricana. La Cape Epic, es una de las carreras por etapas más duras del planeta.
Hasta ese preciso instante su vida giraba en torno a su privacidad, desarrollada en su casa natal cerca de Southampton, con su mujer y su hijo; y su vida deportiva, llena de entrenamientos, compromisos legales con sus sponsors, stages y calendario milimétricamente planificado.
Efectivamente algo cambió su yo interior, en aquel singletrack perdido en algún lugar entre las montañas del Drankensberg y la costa KwaZulu.
Por detrás de él se desparramaba el grueso de participantes, por delante, solamente había una bici corriendo a una velocidad impensable siquiera para un impala. Era la de su jefe de filas y compañero de equipo. La nube de polvo que levantaban era evidente, y aquí y allá se escuchaban los gritos de júbilo de la población local, entregada a los corredores, que literalmente se dejaban la piel entre los espinos del matorral de esta ecorregión del Pondolant.
La tierra, ligeramente arenosa en el preciso instante en el que desde el páramo se descendía al fondo de un valle por una barranquera, era de tono rojizo. El mismo que lucía Gary en su cara, fruto del sol. El mismo que se encontró en la cara de su compañero de equipo en el recodo que precipitaba el sendero, convirtiéndole en un lugar destinado al noble arte del trialeo.
Jasper, que hasta ese momento era un ciclón inalcanzable en busca de la victoria, apenas balbuceaba y escupía sangre a partes iguales ahora. Horrorizado, el inglés abandonó su bici acudiendo a socorrer a este canadiense fortachón, insultantemente joven para el pelotón puntero internacional. La caída había sido considerable, entre sollozos y desesperación, con el hombro dislocado y con posible hemorragia interna, Jasper intentaba ponerse en pie para coger de nuevo su bici. “¿Qué haces?”, le espetó casi indignado Gary. Mientras escupió su propio incisivo, Jasper sacó fuerzas de donde no tenía y empujando a su compañero, subió a su montura sorprendentemente intacta, saliendo espoleado hacia el fondo del valle.
Lo siguiente que vio Gary al despertarse con un golpe de roca en la frente, fueron los evidentes síntomas de una derrapada en la curva. No lo había soñado: había ido a socorrer a su compañero de equipo accidentado, y mientras éste se sobrepuso, lo había arrojado casi al vacío.
En la puerta de embarque miró atrás. Suspiró y se marchó para casa enlazando vuelos internacionales.
Meses después, Gary se vio fuera del equipo. Jasper por el contrario, con dentadura nueva y totalmente repuesto, hacía buenos puestos y acumulaba anuncios en las revistas del sector.
El sol primaveral sobre la campiña inglesa no fue lo que motivó a Gary a salir de su cueva, sino más bien el ímpetu y el cariño de su mujer, y los dibujos que su hijo de 7 años hacía sobre su padre: siempre sobre una bicicleta y con una amplia sonrisa. Poco a poco fue desafiando al cambiante tiempo británico.
Poco a poco se volvió a sentir ciclista de montaña. Atrás dejó sus maillots esponsorizados, recuperando su vestuario de juventud, aquel que le descubrió sus ganas por las bicis de tacos gordos.
Empezó a rediseñar sus trazados locales, empezó a ir más allá, redescubriendo su propio entorno de otro modo, mientras recuperaba la forma, el tono y lo más importante: las ganas de montar.
Cierto día decidió dar un paso más, le dio a la tecla por internet y cerró su inscripción en una gran prueba, de nuevo a miles de kilómetros de su cotidianeidad.
La cortina de agua que caía era casi tan insufrible como la humedad ambiental. Palabras ahogadas, nunca mejor dicho, era lo único que se oía en aquel arcilloso lodazal. Hubo un momento en el que Gary pensó en dejarlo estar. La lluvia era algo habitual para él, nunca un impedimento para la bici, pero aquello le resultaba un territorio verdaderamente hostil. Los 12 kms de camino y sendero hacia Grifo Alto eran eternos, y el desnivel con aquellas condiciones, se volvía imposible.
El inglés, sumido en su propia miseria ciclista, esa que te aplasta en ocasiones, pensó en aquellos dibujos salidos de la mente de un crío de 7 años, un crío que pese a estar a miles de kilómetros de él en ese momento, sentía cercano, como si estuviese al borde mismo del arco selvático que lo rodeaba todo. En esos dibujos, un biker con casco, y bajo el casco una amplia sonrisa.
Se vino arriba.
Empezó a dar ánimos a todo pseudo ciclista marrón que pasaba. Las bicicletas, con tanto barro arcilloso pegado pesaban lo indecible, pero el inglés de la campiña estaba sumido en su propio sueño, en su propio afán de superación personal. En un recodo del camino se topó con una imagen dantesca. Hiriente. Salvaje.
Gonzalo era un tico local, habitual corredor de la Ruta de los Conquistadores, famoso en el pelotón de esta carrera de proscritos y penitentes en mitad de la selva costarricense, por poseer una sola pierna. Años atrás una conocida marca del mundillo había facilitado una poderosa bicicleta acorde a su prótesis, y el bravo ciclista acostumbraba a merodear puestos impensables a tenor de su impedimento físico, todo a base de coraje y pundonor. Algo supuestamente tan propio de un deporte como el nuestro.
Gary no lo dudó un instante, y casi deslizándose por el barro llegó hasta donde el tico sollozaba de dolor. Pinchándose la cara y blandiendo ramaje, consiguió tras veinte minutos eternos, liberar a su compañero que apenas se mantenía colgado sobre la barranquera por una maraña de árboles y arbustos.
Gary no pudo entender las palabras de agradecimiento eterno que el costarricense le dijo en todo momento, incluso cuando creía morir de dolor. Aparentemente, la liberación momentánea consiguió aliviarle, hasta el punto de no apreciarse ningún motivo grave por el que no continuar en carrera, si el shock y las contusiones no iban a más.
Los ojos húmedos, pequeños pero enormemente agradecidos del tico, se quedaron grabados en la retina y el pensamiento de Gary, ayudando en cierto modo a saldar una cuenta pendiente con el destino.
Al volver al camino, el tico no dejó ni pensárselo a Gary, quien de pronto se vio subido a su bici espoleado por el accidentado, que se quedó atrás plantado con su pierna de plástico, brazos en alto y espoleando verbalmente a quien le había salvado momentos antes.
El inglés de repente comprendió tantas cosas, que resulta imposible enumerarlas ahora.
Después, continuó diluviando durante horas, y el barro arcilloso se convirtió en una trampa demoledora para muchos. Ambos abandonaron esta prueba, de la que huyen como la peste las estrellas mundiales.
El hijo de Gary pintó unos días después a dos ciclistas marrones, uno con una sola pierna y otro con dos, pero ambos con una amplia sonrisa.
Una muy bonita historia, ya lo creo! Eso sí, he de reconocer que, tras leer eso de "etapa de 700 km. y 15000 m. de acumulado", casi me da un chopi.
ResponderEliminarEs muy loable ponerse retos, pero a veces van más allá de la capacidad de uno. No obstante, demuestran la pasión por el deporte.
Grasies, cosí.
Moralejas varias se me ocurren:
ResponderEliminar- El rali es malo.
- Toda rotada sin su bocata es contraproducente.
- Más vale piedro en mano que fango apegando.
- A quien baja con protes Dios le ayuda.
Todas ciertas. Gracias por leerlo, tiene mérito aguantar hasta el final, jajaja
ResponderEliminarAl final no bibocateamos el sábado, por "problema" mío.
ResponderEliminarQué tal una Replana+Morro Gros saliendo desde el Molí?