
Las personas nos distinguimos del resto de seres vivos, no por una supuesta inteligencia superior, sino por ser perseverantemente obsesivos con aquello que nos gusta. Unos son adictos al juego, otros a paraísos ficticios cerrados por cuellos de botella, hay quien no duerme si la pelota no entra entre tres palos como si su propia vida le fuese en ello... yo en cambio, estoy obsesionado con las montañas. Y creo ciertamente, que salgo más bien parado que otros miles de millones de seres iguales por dentro que quien ahora aprieta estas teclas.
No recuerdo de dónde me viene esta atracción. Quizá mi primer recuerdo montano se retrotraiga al repentino encuentro con un grupeto de ciervos, surcando un bosque de Cazorla, hace como quien dice, veinticinco o veintiséis años. En medio de la mezcla de temor y asombro que aquellos agerridos bichos me causaron, atisbo a pensar, que mi corazón quedó ligado por siempre a lo que las montañas esconden, sea móvil o inmóvil, tenga vida o no.
Mis padres me enseñaron a vivir con ella, a caminarla, a ciclarla, a respetarla, sin grandes charlas ni gestos heróicos, simplemente acercándome hasta ella desde pequeño. Me enseñaron a distinguir que grande o chica, merece ser contemplada, y que está ahí mucho antes que nosotros.
Aprendí en largos susurros en forma de arroyos, el vital y frágil equilibrio que las mantiene en pie. Y fascinado, llegué incluso a estudiarla, siendo examinado con frases plasmadas en un papel, que no recogieron nunca la belleza que atesoran. Simplemente porque no se puede.
He aquí compañer@, una persona que mira al horizonte en busca siempre de perfiles decididos, como quien busca el sosiego ante la vida de hoy, como quien quisiera transportarse hasta ella siquiera un minuto, para impregnarse de sus aromas. Para volver atrás de nuevo, sucumbiendo ante los quehaceres diarios, eso sí, con la mente puesta en ella: en la montaña.