
Hace una hora que me calcé las zapas, me ajusté bien el casco y llené mi camelbak. En mi cabeza una obsesión, una rotada solitaria por parajes indómitos.
Para llegar a donde me he propuesto, el pedaleo debe ser pausado y ejercitado durante al menos, hora y media. Es una de esas subidas que requieren elevadas dosis de paciencia biker.

En esos primeros instantes en los que el ruido de las motosierras podando los olivos y almendros, acompaña el trasiego de coches en el tramo de carretera asfaltada, mis piernas tienen prisa. Tienen prisa por auparse tan solo unos metros, por ganar altura, para ver la vida del hombre allá abajo. Quién sabe si a causa de un interior instinto pseudodivino, o simplemente delatando las ganas por resarcirse de una semana entera de vida en comunidad.
Caras conocidas que viven de sus negocios situados al borde del camino que desde la costa más internacional donde huele a after sun, va ganando altura en interminables lazadas hasta conquistar un interior donde huele a romero.
Los barrancos bajan repletos y gestionan pequeñas cascadas. Otoño de lluvias. Hojas doradas brillantes con el sol. Primeros sudores. Sorbos al camel, miro el cuentakilómetros y calculo una hora. Xino xano. Pista rota que va bordeando bosquetes de pino y carrasca. Las setas no se esconden, casi salen al paso a saludarte. Voy imaginando el desnivel ganado, es lo que tiene ser un globero. Alzo la vista y lo veo allá arriba, yace colgado en la montaña anunciando el preludio de una batalla personal contra mi mismo. Sus últimas rampas atraviesan un canchal creado por la naturaleza de manera lenta, helada tras helada, durante miles de años, rompiendo la piedra hasta dejarla a tramos transitable para las mountain bikes. El camino me lo sé de memoria, pero no me canso de hacerlo. En realidad no se trata de un puerto sostenido, ni siquiera lleva a un solo sitio. Es lo que tiene ser un camino nexo de unión entre los miles de bancales que sostienen antigüas formas de vida en la montaña.
Y pienso. Pienso que este valle paradigma del modelado fluvial que nos enseñaban en la universidad, merece alguna declaración simbólica. No por parte de las administraciones que la han golpeado y torturado hasta dejarlo taciturno, sino por algo más grandioso. Patrimonio de la Humanidad es una palabra tan bonita, que la repito mentalmente cada vez que mi pie izquierdo gira para insuflar una nueva pedalada.
Un pequeño llano seguido de un sonriente suspiro, me hace entrever que me queda justo la mitad hasta revolcarme en la fina hierba del paso que separa la humedad del norte alicantino del sur de lomas albarizas.
El agua cae con fuerza por un barranco que lleva agua todo el año. La imagen rompe el manido tópico de la terreta. Circundando la escena decenas de canchales que caen desde las moles calcáreas cuya tonalidad grisácea, contrasta con el amarillo y rojo de arces y fresnos, que despuntan su esplendor otoñal aquí y allá.
Emprendo de nuevo la marcha para toser como un tísico las últimas rampas que al 18%, hacen que mis ventrículos me digan que ya no tengo veinte años. "Ni falta que hace", les respondo y echando de riñón llego a mi primer destino entre un pasillo de belgas de ojos como el mar y tez rojiza no sé si por el sol o el fresco matutino. “Le Tour de France!!” me espeta alguno, y me arranca una sonrisa.
Me paro en mitad de un potente sonido de agua en la fuente que a estas horas empieza a llenarse de visitantes llegados de muchas partes distintas, pero todos con el mismo medio de transporte de cuatro ruedas.
Alguno se sorprende al ver que prosigo mi marcha por un camino ascendente y pedregoso, cuando tengo la oportunidad de coger cuatro kilómetros de vertiginoso descenso en sentido opuesto. El mtb es masoquismo en estado puro. Del cruce de caminos, el de peor estado. De la intersección, el que tira para arriba. Pues eso hago.
Las aliagas han dado paso a lavandas, y salvias, antesala de la alta montaña mediterránea.
El frente calizo por el que transito se torna espectacular, asidos, anclados al canchal, vetustos ejemplares de arces dan la bienvenida a mi último esfuerzo. El camino se descontrola, mi Yeti se encabrita, el RP23 no da más de sí. “Más, un poco más”, y voy aguantando el equilibrio como puedo entre brazos y piernas.
Un brevísimo descanso me permite recomponer mi silueta de montañero en bici y atacar de nuevo. La visión agradable del bosquete de arces se descompone entre una lágrima producto del frío que golpea mi cara, borrando los pedruscos que guardan la cumbre del collado. Pie a tierra.
No me ha dejado. Una vez más, la montaña me ha vencido, pero camino feliz empujando mi bici asida desde la misma cruceta de la potencia.
Ruido a pisada de piedra caliza. Sol despuntando sobre este colosal paso. Sensación indescriptible. Apenas unos 20 metros, y siento esa agradable sensación producida cuando uno llega arriba, y su vista alcanza a observar lo que acontece al otro lado de ese horizonte limitado que te ha acompañado durante hora y media.
Allá, donde los problemas se hacen pequeños y el paisaje se engrandece, uno acierta a pensar lo gratificante que es la vida a poco que la escuches, y por supuesto, en el orgásmico descenso que me espera bajando por trialeras, lo que subí por caminos hechos de piedras.